La correspondencia (cuento)
La correspondencia
Para Tamaris Navarro Manrique
Versión de la obra del escritor Stefan Zweig (1881-1942)
─Señora
Elena. Llegó correspondencia para usted.
─¡Qué
bueno¡ Gracias Fran por avisarme.
Excelente
noticia. Finalicé parte del trabajo en el huerto, colgué el delantal, tomé mi talego y me encaminé al pueblo.
La llegada de los arrieros desde Caracas es todo un acontecimiento, porque subir hasta este poblado encumbrado en las montañas por un sendero sinuoso en la cornisa de unos farallones boscosos, es una verdadera odisea. De hecho, en tiempo de lluvia los riachuelos se convierten en torrenteras violentas que obligan a que el trayecto se complete descargando en El Junquito y esperarando a que las condiciones mejoren para reanudar la travesía con una nueva recua de mulas.
Luego
de buscar unas mercancías en el abasto, retiré la correspondencia y me dirigí a la
casa disfrutando de antemano el regocijo de abrir la carta de mi amiga de la
infancia, Margarita, que me escribía desde Europa, matasello de Viena.
Ya en casa, puse a colar un café mientras ordenaba lo que había traído. Luego subí con mi pocillo humeante a sentarme en la mesa de la habitación para leerla.
Querida Elena:
No nos escribíamos desde que tú y tu familia se instalaron
en esa colonia alemana en Venezuela. Luego me enviaste una foto cuando tu hija
mayor se casó. Así que te parecerá extraño que después de tantos años te
escriba. Pero lo hago impelida por el deseo de referirte algo que solo a ti
puedo contar, porque solo tú puedes comprender.
De
verdad que pareciera que fue tan solo ayer cuando ─agobiados por el conflicto
entre incertidumbre y esperanza del inmigrante─ subíamos a esta suerte de
“Selva Negra del trópico” que nos acogió y me ha mantenido tan ocupada que
había descuidado a la amiga. Por eso, el asunto de su carta es la promesa de revivir una historia de mi
infancia en la campiña austríaca ¿cuál de tantas?
El asunto ocurrió así: Me encontraba en un estado de crispación terrible. Acababa de mudarme, con todo lo que eso implica, cuando mis
nietos gemelos sufrieron un ataque de escarlatina y tuve que cuidarlos porque
mi hija y su esposo están visitando a su
familia, migrantes en Brasil. Además de esto, mi padre murió y, junto a la gran
tristeza, me vi involucrada en una serie de trámites legales que me dejaron exhausta.
Entonces mi esposo, que es médico en el hospital de Viena, me dijo:
─Tienes una fatiga acumulada que puede abatir tu salud en
cualquier momento. Así que, antes de que eso ocurra, te vas a ir a donde no tengas que ver con compromisos, puede ser al campo o a lo que sea, pero lo antes posible.
Por suerte, mi hermana viuda disponía de tiempo en ese
momento y se ofreció a encargarse de los gemelos y de la casa.
Y ahora ¿a dónde ir? Entonces recordé que cuando vivíamos en Bolzano, en los primeros tiempos de mi matrimonio, pasamos por una aldea en la que vi una posada tirolesa con un aire campestre tan pintoresco que con solo verla me produjo una extraña sensación de nostalgia.
En este punto entendí muy bien a Margarita. Más de una vez he experimentado algo parecido cuando, desde el tren o un vehículo, he visto de pronto una casita que, junto al conjunto de árboles o cobertizos bajo la luz del atardecer, me han hecho anhelarla con la ilusión (vana al fin) de creer que sería feliz tan solo si viviera ahí.
Para allá me dirigí y a los dos días, bien entrada la tarde, estaba al frente de la posada con mi escaso equipaje.
La dueña, regordeta, simpática y muy locuaz ─una notable excepción entre los tiroleses que suelen ser hoscos y poco expresivos─. Me presentó a su esposo que, junto a otros parroquianos, estaba en una de las cuatro mesas del pequeño local al lado de una suerte de barra que daba a la cocina (fregada y pulcra, algo clave para saber si la casa está bien llevada). Subimos a las tres habitaciones de huéspedes que estaban vacías y me dio la que miraba al valle. Luego de darme un baño, bajé para dar cuenta de una abundante cena y subí a dormir.
La mañana siguiente presagiaba un día radiante. La dueña me
esperaba con el desayuno, que era prácticamente un almuerzo. Luego, vestida con ropa de faena, cargué un morralito con dos hogazas de
pan y un pedazo del mejor queso madurado de la comarca y en vez de bajar a la
aldea, me dirigí a las montañas a campo traviesa y sin rumbo. Hasta que,
hacia el oeste di con un sendero sinuoso flanqueado de flores diminutas que se
adentraba a través de unos árboles dispersos que permitían una parcial entrada
de sol entre sus doseles y sin más, me interné por ahí hasta llegar a un verdadero bosque de pinos y
salir de nuevo a la pradera más elevada. El pie de monte de las puntiagudas
moles alpinas, recortadas contra un cielo tan despejado, que se apreciaban nítidas
sus nieves perpetuas.
El sol penetraba mis poros y aproveché para recibirlo a mis
anchas. Me senté a comer y luego me tendí en la hierba arrullada por los trinos y el
zumbido de las abejas , envuelta en una agradable sensación de calma. Cerré
los ojos y ni cuenta me di, cuando me quedé dormida.
—
Me desperté cuando el frío comenzaba a entumecer lentamente mis manos ¡La tarde había comenzado a caer!
Y con pasos enérgicos cubrí el trayecto de regreso.
La señora se ofreció a servirme la cena enseguida. La seguí gustosa al comedor. Era de techo bajo con una estufa apagada ─ya la cocina generaba un calor confortable─ y me sirvió una cena tan copiosa que creí que la iba a dejar, pero ¡Qué va¡ El ejercicio del día me había despertado el apetito.
Luego me instalé en el salón del local. De la habitación había traído un libro, pero ni siquiera lo
abrí. Tan a gusto estaba viendo el ir y venir sosegado del local.
Yo tenía una mesa pequeña completa, las otras dos eran más largas y con bancos, la primera estaba ocupada por unos labriegos silenciosos que bebían su cerveza, la segunda por unos arrieros que descansaban de su jornada y otra como la mía, donde estaba el oficial de gendarmes, el alguacil, el escribiente y el esposo de la dueña del local, que eran los únicos que hacían bulla con el golpe de las piezas de dominó sobre la madera. Mientras que la casera tejía un calcetín de lana, sentada en la barra, a la puerta de la cocina.
Ya era de noche, cuando la puerta batiente del local se
abrió de nuevo, pero no de la forma suave acostumbrada, sino de
manera brusca y apareció un hombre que, en vez de saludar con un susurro o limitarse al movimiento de
su sombrero, se dirigió a todos en voz grave y solemne.
─¡Buenas noches damas y caballeros!
Esto sonó tan fuera de lugar que solo un labriego murmuró un
indiferente “Buenas” tan fastidiado que su significado no era otro que “Vete al diablo y deja de molestar ”. Pero el recién llegado no reparó en tan indiferente recibimiento y
casi, como una ceremonia, colgó su sombrero en el perchero, pasando luego la
mirada de mesa en mesa. Los campesinos no revelaron la menor intención de
dejarle un lado, los jugadores se enfrascaron en su juego de forma un tanto
sospechosa y yo misma abrí de inmediato el libro.
En vista de esto, al advenedizo no le quedó más remedio que
acercarse a la barra con un paso renco.
─¡Una cerveza mi estimada dama! ¡Dicen en el pueblo que
aquí sirven la más fría y espumosa!
La dueña no pareció conmoverse en lo más mínimo. Se
incorporó con lentitud, tomó una jarra, la limpió con una tela blanca, la presionó contra el
sifón y se la sirvió con una sonrisa que, más que diplomática, era tolerante, para de inmediato concentrarse en sus agujas.
Cuando el viejo alzaba la jarra para tomar, la lámpara de kerosén del techo de la barra lo iluminó de frente y aproveché para detallarlo:. estaba en vías de sus setenta años. Todavía se apreciaba que era un hombre alto, de pelambre blanca, mal afeitado y por mi experiencia en el hospital, intuía que la caída de la comisura del labio y párpado izquierdo era producto de una apoplejía. Vestía ropas de ciudad, pantalón de gabardina, brilloso por lo gastado y una chaqueta de cuero a la americana invadida de grietas.
Apenas hubo tomado el trago, giró su vista a todos lados y dijo en tono altisonante .
─¡Ah…Magnífico! ¡Razón tenía la gente!
Los jugadores revolvieron las piedras y los labradores ni
siquiera hicieron un gesto.
De manera inexplicable me sentía atraída a ver al recién llegado, deduje que era por lo
extravagante que se veía comparado con la taciturnidad de los parroquianos, no
obstante debía evitar que captara mi curiosidad vista la necesidad que él tenía
de entablar conversación con quien fuese y de lo que fuere. Así que me refugié en el
libro.
Tomó su jarra y fue a la mesa ocupada por los arrieros.
─¿Tendrán los caballeros la bondad de ceder un lugar para
mis viejos huesos?
Entonces, sin ni siquiera verle la cara, se estrecharon unos contra otros para darle un pedacito
del extremo del banco. Se sentó como pudo y
permaneció un rato en silencio hasta que, a manera de un predicador, se puso a
sermonear a todos.
─¡Ayer tuve una experiencia interesante!
»Venía para acá por la carretera, cuando sentí un frenazo. Era el automóvil del señor conde que iba con sus niños a Bolzano para llevarlos al cinematógrafo y me invitó a que los acompañara
»¿Cómo le digo que no, a una persona tan distinguida? Y llegados a ese barracón de la calle principal que han inaugurado con bombos y platillos. Había una enorme tela blanca. Entonces apagaron las luces y se iluminó la tela. De verdad que se trata de un prodigio técnico.
»Primero nos presentaron algo así como un mimo vestido con ropa de calle que, más que payaso, es un verdadero acróbata haciendo malabarismos en el tráfico de la gran ciudad. Algo muy divertido, sobre todo para los niños.
»Pero luego salen con un “Romeo y Julieta” que me amargó la existencia ¡Esos versos parecía que los estaban croando por un tubo! Si no fuese por consideración al señor conde que con tanta deferencia me había invitado, me hubiese ido de inmediato.
Ahora alzó la jarra, tomó un trago y volvió a dejarla en la
mesa con estrépito.
─¡Parece mentira que haya mercenarios que se presten a la
tramoya de Hollywood para escupir así los sagrados textos de Shakespeare,
arrastrándolos en un pedazo de lienzo sin ningún respeto a la pureza con que
fueron concebidos! ¿Enseñar al pueblo? ¿Educar a las nuevas generaciones? ¡Al
diablo!...Nada de eso importa, solo el ganar dinero… ¡Y todavía hay algunos que
a eso lo llaman “Arte”!
Del grupo de jugadores salió una queja.
─¡Por todos los santos, cállate, que no me puedo concentrar!
El prematuro anciano se estremeció. Pareció que iba a
replicar, pero lo pensó mejor. Volvió a tomar un trago y fijó su mirada vidriosa
en la jarra.
Yo sentía un extraño
desasosiego ante ese vagabundo. Pensé que debía ser por el temor de que él, o
los demás, pudiesen provocar una escena violenta. Pero el viejo se mantuvo
tranquilo, ahora permanecía con la cabeza inclinada sobre su pecho.
En ese momento la dueña se levantó y se dirigió a la cocina
y de inmediato la seguí.
─Señora ¿quién es ese hombre?
─Ese pobre diablo, parece un loco, pero descuide que de las palabras no pasa, será indigente, pero no es violento.
»Todas las noches viene acá porque nosotros le regalamos una jarra de cerveza. Vive recogido en el asilo de ancianos debido a que su padre fue leñador en este pueblo. Ahí llegó a parar, luego de que unos amigos de mucha influencia, lo rescataran de las calles de Hamburgo donde estaba a punto de morir congelado.
» Pero si supiera que ahí donde usted lo ve, está muy recuperado ¡Había que verlo cuando llegó!
»Al parecer fue
actor de teatro o algo así, porque, por cualquier bagatela que le den, se pone
a recitar versos y textos completos en diferentes idiomas, además de cantarlos.
Haciendo eso se siente feliz y se queda tranquilo, porque en el fondo, el viejo
Pedro es un buen hombre.
─¿Cómo dijo que se llama?
─Pedro…Pedro Sturzentaler.
En medio de un estremecimiento me oí diciendo en voz alta "¡No puede ser!!.
Así que el viejo enclenque y ridículo que me describe Margarita, no
era otro que el ídolo de nuestra juventud, el dueño y señor de nuestros sueños
de adolescentes ¡Pedro Sturz! Actor y primer galán del teatro municipal de
Innsbruck.
Recordé
de inmediato la primera vez que lo
vimos. Cuando nuestros padres nos permitieron asistir a la representación de Safo
y Pedro hacía el papel de Faón, el hermoso joven que cautiva el corazón de Safo
¡Pero el nuestro quedó más cautivo todavía cuando le vimos aparecer con su
túnica griega y una corona sobre su espeso cabello. Apenas había pronunciado
las primeras palabras con su voz de bajo profundo, cuando ya nosotras
temblábamos oprimiéndonos las manos. Nuestros tiernos corazones habían quedado presos bajo su encanto.
No pude seguir la lectura, pero tampoco podía hacer otra cosa. Tenía que asimilar ese primer impacto. Al poco rato, retomé la carta.
Entonces entendí el motivo de que su voz despertara esa
vaga inquietud en mí, a pesar de no poder reconocer detrás de la máscara de la decadencia,
al hombre al que nos habíamos jurado amar conjuntamente.
¿Recuerdas cómo nuestra vida cambió al conocerle? Cosas que antes no nos importaban, pasaron a ser imprescindibles, por ejemplo, corríamos escaleras abajo para adueñarnos del periódico antes que nadie y así enterarnos de los papeles que estaba por hacer y leer las críticas y ¡Ay del crítico que no elogiara su actuación! Ese quedaba execrado de nuestro círculo. Teníamos fotos de él en nuestros libros y cuadernos, pero eso no era todo. Nos llegamos a sentar en la entrada de una casa que estaba frente al café que frecuentaba, solo para verlo leer el periódico.
La ama de llaves que tenía el privilegio de atenderle, nos parecía un ser sobrenatural. Cuando la veíamos con el bolso de las compras, nos ofrecíamos a llevarlas solo por provocar su agradecimiento. Pero el colmo del fetichismo llegó cierta vez que Sturz aplastó su colilla de cigarro y sigilosas la rescatamos y la partimos en dos mitades, una para ti y otra para mí.
Leyendo
esto me sonreí de las tantas locuras que hicimos por nuestro ídolo. Pero
nuestra admiración era tan absoluta y a la vez tan respetuosa que jamás nos
atrevimos a dirigirle la palabra. Otras muchachas, que también lo adoraban, le pedían autógrafos y hasta se atrevían a
saludarlo en la calle. Nosotras jamás. No teníamos valor para tanto y ¡Pedro
Sturz nunca se llegó a enterar de tanta devoción!
Todo eso era en verdad ridículo, pero, Elena, ahora que lo pienso…esa
loca pasión adolescente también trajo frutos que aun hoy hemos podido
disfrutar. Nuestro interés en los idiomas, la iniciativa de aprender a tocar el
piano y sobre todo la avidez por leer los clásicos ─algo extraño en las niñas
de nuestra generación─ nada de eso lo hubiésemos adquirido sin el empuje que la
ilusión por Pedro Sturz nos dio.
Por eso, ver a nuestro ídolo de juventud convertido en un
pordiosero anónimo fue mucho para mí. Si volvía al
comedor iba a romper en llanto. Así que corrí a la habitación, atormentada por
la revelación de la coincidencia ¡Yo habría podido morir sin recordarlo y él
hubiese podido fallecer sin que yo me enterara!
Casi de manera literal tu amiga Margarita sufrió un cambio difícil de creer. Me senté en la oscuridad de la habitación y fue como
trasladarme en tiempo y espacio: mi
cuerpo, del que han nacido hijos que también han procreado, dio paso a la frágil, pero esbelta figura de la adolescente que se sentaba al borde de su cama
pensando en él. Y de pronto sentí subir desde mis piernas un escalofrío que fue invadiendo todo
mi cuerpo. Era la materialización de un hecho que había quedado sepultado por
décadas en mi subconsciente.
Ese secreto no lo había revelado ni siquiera a ti, a quien
había jurado confesar todo lo que a aquel hombre se refiriera. Y es que ese comediante
venido a menos. Por un momento peligrosísimo, había tenido en sus manos mi
existencia toda. Y advierto que no estoy exagerando.
¡Caray!
¿Entonces hay más?... Levanté la vista de la carta para digerir despacio lo que
hasta ahora Margarita me había dicho.
A
través del cristal de la ventana se divisaba parte del bosque neblinoso. Si no
fuese por las hojas de los plátanos juraría que estaba en un paraje de la
tierra de mi infancia…Respiré profundo y continué.
Recordarás que tu papá fue transferido a otra ciudad y tu
familia tuvo que irse de Innsbruck de forma repentina. Ese día llegaste
corriendo a mi casa sollozando porque tenías que abandonarme y separarte
también de él. Fue en ese momento que te hice el juramento solemne de que te
escribiría con frecuencia comunicándote todo cuanto a él se refiriera.
Poco después, como ya sabes, llegó el rumor de que la esposa
del director del teatro se había enamorado de Sturz y éste tuvo que prescindir
de su contrato, mas, sin embargo se le concedió una función de despedida.
Entre todos los días desdichados de mi infancia, el del
anuncio de su última presentación fue el que recuerdo con más claridad. En la
escuela mi aspecto demacrado llamó la atención de los maestros, en tanto que en
la casa me comporté de forma tan altanera que mi papá se enfureció y
me prohibió ir al teatro. Entonces le rogué que me levantara aquel castigo,
pero mi madre terció que no lo hiciera, porque ella sospechaba que mi
malacrianza tenía algo que ver con el teatro.
De un portazo me encerré en mi cuarto. De repente fui
víctima de esos peligrosos estados depresivos en los que ya nada importa. Abrí
la ventana de par en par y miré fijamente el pavimento del patio tres pisos más
abajo…pero me faltó el valor.
La función era esa noche y al día siguiente se iría. Estaba
desesperada. Salí de golpe a la calle sin reparar de lo que dijeran mis padres
¡Total! Ya nada me importaba. Corrí calle arriba y calle abajo y cuando me
cansé comencé a caminar en medio de un arrebato de ofuscación en que no podía
pensar. Algo me arrastraba hacia él. Llegué a su edificio, subí
las escaleras corriendo, me detuve ante su puerta y pulsé el timbre.
El sonido agudo y penetrante dio paso a un silencio interrumpido por
los latidos de mi corazón.
La puerta se abrió y allí estaba Pedro Sturz en persona. Yo
quedé con la cabeza baja incapaz de levantar la vista. Él estaba esperando que
le entregara alguna encomienda o algo por el estilo. Pero al ver que permanecía
callada dijo para animarme.
─¿Qué quieres hijita?
─Solo quería…pero no puedo decírselo aquí.
─Claro, claro, pase usted señorita… a ver ¿qué se le ofrece?
El apartamento se veía amplio por lo vacío, solo los baúles.
Entonces, mezclando lágrimas con palabras, le dije sin
mirarle a la cara.
─¡Por favor, no se vaya!
Estas palabras hicieron eco en el apartamento casi sin muebles. Entonces él se acuclilló para
estar a mi altura y pasando la mano suavemente por mi cabello me dijo en tono
paternal.
─¡Hijita mía! ¿Acaso crees que me voy porque quiero?...
Pero igual ¡Cuánto agradezco que hayas
venido a decirme eso!. Porque, al fin y al cabo, todos mis esfuerzos están
abocados a influir lo mejor del arte en la juventud y ya veo que mi trabajo no
ha sido en vano. Ahora… en cuanto a mi partida, nada puede hacerse ya. Solo tenga presente que conservaré su afecto y sus palabras me seguirán hasta que parta de
este mundo ¡Dios sabe que así será !
Comprendí que ese discursito era una forma elegante de
despedirme y eso avivó mi desesperación.
─¡Nooooo!...¡No puedo vivir sin ti!
Me abalancé sobre él y lo abracé con tantas fuerzas que casi
pierde el equilibrio.
─¡No me dejes sola! ¡Haz conmigo lo que quieras, pero
no me abandones! ¡Te seguiré a donde sea y como sea!
A ti te consta que para ese tiempo yo era una chiquilla atractiva cuyo cuerpo se había formado antes que su intelecto, tanto, que llamaba la atención de los hombres en la calle. Él, por su parte, era un hombre de treinta y pico de años que fácilmente podía haber hecho conmigo lo que se le hubiese antojado. De hecho, por un instante crítico, al sentir el calor pasional de mi cuerpo pegado a su pecho y mis labios suplicantes tan cerca de los suyos, sentí que sucumbía a la tentación.
¿Te das cuenta Elena del peligro que yo corría? Si él hubiese
querido dar rienda suelta al instinto de su carne…mis hijos, tal y como son ahora,
no habrían nacido y la mujer, la amiga que hoy te escribe, sería una mujerzuela
manoseada, pisoteada por todos, desdichada, tal como el propio Sturz.
Entonces me apartó
de manera brusca. Se levantó, se asomó a la puerta y llamó a su ama de llaves
que vivía en el apartamento del lado.
─¡Señora Kilcher!
Esta vez sentí que se me cortaba la respiración ¡Me pondría al descubierto ante su ama de llaves! Mi instinto fue echar a correr, pero el horror del escarnio me había sembrado al piso, además la señora ya se había asomado a la puerta.
─Figúrese señora Kilcher. Esta señorita vino a traerme un
cumplido a nombre de todos los chicos de su salón de clases ¿Dígame si detalles como estos no le
conmueven a uno hasta la última fibra del corazón?
Y dirigiéndose a mí, se volvió a inclinar hasta poner una rodilla en el piso y tomó mis manos entre las suyas.
─Señorita, ya no llore… solo dígale a sus compañeros que
estoy muy agradecido… y que ellos y todos los jóvenes de Innsbruck siempre
ocuparán un lugar especial en mis recuerdos.
Y luego, con mucha devoción, estampó un beso en el dorso de cada una de mis manos.
Entonces se puso de pie y le dijo a la señora.
─Por favor señora Kilcher, le agradecería que la acompañara
hasta la puerta del edificio. Y a usted señorita, de nuevo, infinitas gracias y vaya con Dios.
Hombre previsor, sin duda. La compañía de la señora, fue
para evitar maledicencias de cualquiera que me viera saliendo sola de su edificio.
Ahora, casi a medio siglo de ese incidente, ese hombre que, por
un momento, tuvo en sus manos mi vida y que decidió salvarme de mí misma,
estaba ahí, bajo mi habitación, escarnecido por todos sin que nadie supiese
quién había sido ¡No podía ser! De alguna forma tenía que corresponder lo
que él había hecho por mí.
No tenía ropa elegante, pero busqué la mejor de las pocas que tenía y bajé. Mis nervios estaban tan alterados que me vi precisada a respirar profundo y agarrarme firme del pasamanos. A pesar de eso, antes de entrar en el local, me detuve bajo el estrecho marco y sentí que la niña que
alguna vez fui, se volvió a paralizar ante su ídolo. Me quedé observándolo.
Estaba como lo había dejado, con el mentón sobre el pecho, la mirada vacía del
ojo que tenía bueno, pero ambos cansados y del rictus de su
torcida boca fluía un hilillo de saliva.
En ese momento entraron unos aldeanos con paso lento.
Pidieron unas cervezas y uno de ellos se dirigió a Sturz. No le habló, solo
chasqueó los dedos como se hace con un animal que estorba. El pobre Sturz
levantó el rostro perplejo por la afrenta, pero estaba demasiado abatido para
discutir y se arrimó con su jarra vacía a un lado.
¡Cuántas
humillaciones le esperaban todavía!
Eso me decidió. Entonces, procurando llamar la atención, crucé el salón y me acerqué a la mesa donde él se hallaba apretado en un banco entre los campesinos.
─Buenas noches caballeros.
Los campesinos se sorprendieron tanto de que los saludara, que no pudieron responder. Igual, no les di tiempo de que lo hicieran, porque de inmediato me dirigí a Sturz.
─¿Acaso tengo el privilegio de hablar con el célebre actor
de la Corte, el señor Pedro Sturz?
Se estremeció como sacudido por un rayo, de hecho, hasta su
párpado afectado se levantó. Nadie en ese pueblo lo conocía por su nombre
artístico. Pero poco a poco se volvió a desvanecer el destello de su mirada. No
era la primera vez que le jugaban una broma pesada. Entonces, con precaución, respondió.
─En efecto…ese era mi nombre.
─¡Qué honor tan grande! Y le tendí la mano.
─¡Por fin lo veo en persona! Pero he visto tantas fotos de
usted que era imposible que su rostro se me olvidase ¡Y así fue!... Perdone el
abuso señor Sturz, de que lo aborde así con tanta confianza, pero… es que en
realidad sé mucho sobre usted gracias a mi esposo, un fanático de sus
actuaciones luego de conocerlo en sus tiempos de estudiante en Innsbruck.
─Ciertamente… debió ser en Innsbruck, trabajé allí por dos
años.
─¡Dios mío!... ¡Mi esposo no me creerá cuando le cuente! No se imagina usted cuánto le sigue admirando… ¿Sabe lo que me ha dicho? “Nadie supera a Sturz en el papel de Enrique VIII y nadie ha igualado su Piccolomini, mucho menos su Orfeo”. Es más, me contó que una vez viajó hasta Leipzig solamente para verlo actuar.
»Aunque nunca tuvo el valor de saludarlo, por la misma
admiración que le profesaba. Tiene un álbum de fotos de usted que recortaba de
periódicos y revistas y todavía lo conserva con mucho cariño. Pero… ¡Qué hago hablando
tanto¡ Lo que quiero es que usted me cuente algunas anécdotas para decirle
luego a mi marido…¿Tendría usted la bondad de darme el honor de sentarse en mi mesa?
─Con gusto…¡No faltaba más! Y tambaleándose
se levantó.
Fue evidente la explosión repentina de su entusiasmo pero
─comediante al fin─ logró acercarse lentamente a la mesa con la afectación
histriónica aprendida en las tablas.
Entonces, con deliberación y en voz alta pedí.
─¡La botella del mejor vino de la casa, para celebrar al
señor actor de la Corte!
Los jugadores habían paralizado la partida desde el momento en que la señora ─¡Toda una señora! venida de la ciudad─ se había dirigido al viejo Pedro. Entonces, con una actitud a todas luces respetuosa y de sorpresa, la dueña colocó el vino y dos copas delante de él y de mí.
Lo que siguió fueron horas de delicia para ambos,
donde le conté todo lo que a su respecto sabía y también lo que se me iba
ocurriendo y que yo afirmaba que lo había leído a los críticos. Quedó asombrado
de que conociera todos los papeles que había hecho y su relación profesional
con escritores y actores célebres. A cada momento se sorprendía y repetía como
en sueños “¿También eso lo sabe?”
No quedaba duda. Alguien había violentado el sepulcro donde estaba enterrado
en vida. Había levantado la pesada tapa de su ataúd y lo sacaba a recorrer un
mundo maravilloso y, de cierto modo, ficticio, compuesto por sus recuerdos ─que
la mente tiende a reducir a solo lo bueno─ y mis exageraciones, para encandilarlo en una fantasía de un ensueño que para él era cierto.
Estaba tan conmovido, que varias veces sacó un pañuelo pringoso para simular que se sonaba la nariz.
Entonces ─ya iban a ser las doce─ el
oficial de gendarmería se acercó junto al dueño para recordarnos que era hora de
cerrar. Y Sturz se desconcertó ¿Tan pronto iba a concluir el milagro? Pero yo
agradecí la advertencia, porque temía que en cualquier momento descubriera quién
era yo. Así que me levanté y supliqué a los presentes.
─Agradecería a alguno de los caballeros que tuviese la
amabilidad de acompañar al señor actor de la Corte hasta su casa.
─¡Con gusto! Respondieron a coro.
Pero, antes de levantarse, le abandonó la habilidad actoral
y, no pudiendo aguantar más, se echó a llorar como un niño mientras tomaba mis manos
entre las suyas que temblaban y, estremecido de sollozos, estampó un besó en el
dorso de cada una.
─¡Señora Margarita…mi estimada señora! ¡Cuánto agradezco a
Dios el haberla conocido! Y…dígale a su esposo que…que el viejo Sturz…¡Vive
todavía!
Los señores que estaban a su izquierda y derecha intentaron prestarle apoyo, pero ya no lo necesitaba. Se levantó lento pero erguido, sostenido por una nueva valía. Le pasaron su raído sombrero y él dijo “Gracias” con un tono de voz sereno.
—
Ya en mi habitación yo estaba tan feliz que no podía dormir ¡Por fin había correspondido lo que Sturz hizo una vez por mí! Sentía una energía inusitada y decidí aprovecharla, dejé la lámpara encendida y en unas hojas que acababa de pedir a la dueña, comencé a escribir una extensa carta para Sturz donde le decía las mismas cosas que habíamos hablado y otras más de mi propia cosecha y le manifestaba mi más exaltada gratitud por la bondad de haberme dispensado una inolvidable velada.
Esa carta no hará que él recobre la fama ni el vigor de
antaño, no obstante, será, de sus pocas posesiones, la más preciada y la leerá una y mil veces hasta memorizarla, porque a través
de ella revivirá sus glorias y así será hasta su muerte. Ciertamente, está
claro que, tal cual como él me lo dijo un día, mis palabras serán lo último que recordará antes de partir a la otra vida.
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Al día siguiente me levanté tardísimo. Me disculpé con la
dueña diciendo que no podía quedarme por más tiempo. Le di la carta y quise
dejarle algún dinero para subsidiarle las cervezas a Sturz pero no lo aceptó, porque ya se había corrido por la aldea el incidente de la noche anterior y
estaba en trámite que la municipalidad iba a pasarle una pequeña pensión y ella
estaba orgullosa de atender a una celebridad en su patria chica.
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Bueno Elena. Para terminar esta correspondencia ─que te debía─ dejo claro que ya está saldada
la deuda jurada de los tiempos de nuestra niñez. Ahora ya sabes todo lo que a
nuestro Pedro Sturz se refiere y además, el último secreto de tu vieja
amiga…Margarita.
Estaba tan absorta en lo que leía que no me di cuenta cuando dos gotas mancharon la última hoja y tuve que apresurarme a secarlas con la lana de un abrigo antes de que la humedad difuminara las letras de mi amiga..
Alí J. Reyes H.
22 de agosto del 2018
Comentarios
Dices que está basado en una historia de de Stefan Zweig, creo que no la conozco, pero la tuya me ha encantado
Saludos
FELICITACIONES ESCRITOR
Abrazos y te dejo un besito, que tengas un feliz día
Te envio un abrazo.
Gracias por sus comentarios, de verdad que son un estímulo para quien se dedica a la escritura. Pero es importante aclarar algo importantísimo: este cuento no es mío, es de Stefan Zweig y, al igual que ha pasado con ustedes, cuando lo leí por primera vez, en 1979, quedé impresionado. De ahí en adelante me convertí en un lector obsesivo de Zweig y ahora, hasta en un discípulo de su escuela literaria.
El cuento de Zweig lo he publicado acá como versión, porque me permití intervenirlo, aunque de manera muy ligera, por ejemplo, Elena, en UNA CARTA, que fue el título en español de la obra original, solo es mencionada en el encabezado como la destinataria, pero, como ven, acá deja de ser una mera receptora y, además de ubicarla en un contexto geográfico determinado como es la Colonia Tovar, la hago interactuar con Margarita y de esa forma darle a Elena el párrafo cerrador. Ahora bien, lo que está resaltado en negritas es prácticamente una copia de Zweig. Pudiese alegar que limpié un poco o di una que otra pincelada para dar fluidez, pero la verdad monda y lironda es que se trata de una reproducción, digamos un calco.
En este caso, no me avergüenzo de decir que lo copié, es más, me siento orgulloso, es como si yo hiciese las veces de su editor. Y esto es importantísimo porque siempre me ha extrañado que este cuento sea el más desconocido de su extensa obra, así que, desde mi rincón, espero darle difusión a un texto de Zweig que merece ser la primera lectura que de él haga cualquiera que no conoce su obra.
https://tigrero-literario.blogspot.com/2024/01/la-propiedad-cuento.html
https://tigrero-literario.blogspot.com/2011/07/el-deporte-ciencia-en-el-cine-y-la.html
Un abrazotedecisivo
Una historia realmente conmovedora.
Un abrazo.
(Mi anterior comentario ha debido de ir a Spam.)
Por cierto, me gustaría que leyeras mi primera respuesta a los comentarios.
AMALIA Qué bueno que te gustó. Gracias por siempre ser de la primera en leer las entradas de tigrero.
Es un trato?
Abrazos y besitos, dulces sueños 💋
En el caso del autor, es verdad, a veces tiene párrafos que pueden ser un poco confusos y te obligan a volver sobre tus pasos para entenderlos.
Un abrazo.
Abrazos.
por los que conocen
las locuras de la vida
Sonrío es de madrugada
El cielo y la noche
me juegan la cama
¡¡Abrazo inmenso!!!
Abrazos!
Abrazos y te dejo un besito
¿Qué es lo único que tenemos como certeza?
El now del presente.
Que tengas un maravilloso día.
Abrazos y te dejo un besito
Valioso trabajo.
Hasta la próxima!
Buena vida!🙏
Saludos cordiales
El leerte me agrada mucho y me acuerda del escrito " El Telegrama " del inolvidable David Sanchez Juliao.
Te sugiero lo leas.
¡¡¡Un gran abrazo!!!
Saludos
Abrazos y besos querido amigo
Enhorabuena.
Saludos Cordiales
Como nos explicas que este cuento, que es realmente genial y que a pesar de ser el autor europeo, su estilo es muy latinoamericano, lo has producido: déjame decirte que lo has hecho de maravillas. Has seguido el estilo y respetado el contenido.Tal vez su residencia final en Brasil influyó en su literatura.
Muchas gracias por compartir!
Un placer llegar aquí!
GATA En efecto, se trata de una vil y vulgar copia donde me permití intervenir con una o dos cosillas, para, como tú dices, hacer más comprensible la lectura. Pero lo importante es divulgar este relato pues el original no se encuentra en la red, al menos en castellano, por eso mi iniciativa.
MARÍA Entonces se puede decir que lo que acabas de leer es tu primer acercamiento a la obra de Stefan Zweig… Buenísimo. Ya lo conocerás mejor.
MIRADAS DESDE MI LENTE Gracias mi hermano, aprecio tus palabras.
CONCHI Espero que cuando la leas me avises. Un abrazo
RECOMENZAR… leer en madrugada… caray, será para poder dormir…risas
RICARDO TRIBIN Gracias por tus palabras mi hermano. Y gracias por el dato de EL TELEGRAMA de David Sánchez Juliao. Procederé a buscarlo
MANOLO Mejor dicho no puede ser “repartir los dones recibidos”
ETHAN En efecto, este cuento es difícil de leer porque, a diferencia de otros, este ha pasado desapercibido, de hecho, no está en castellano en la red, algo que me parece increíble porque es buenísimo.
GRACE Leí tu artículo acerca del viaje de los hijos de los exiliados uruguayos. Una maravilla. Pero tenemos que hablar en persona acerca de eso. Es urgente.
LUIS ANTONIO Gracias a ti por leerlo y comentar. Y por favor, no te pierdas
EUGENIA MARU Qué bueno que la leíste hasta el final. A veces es muy difícil sentar a un lector a leer una obra completa.
JOSÉ ANTONIO SANCHEZ RUMÍ Qué bueno que te gustó. Gracias porque siempre estás visitando esta casita.