La Pelu'a (cuento)
La Pelu’a
Para Sulmely Carolina Oberto R.
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Me encontraba de pie, disimulado detrás de una columna, favorecido por la penumbra y esperando el espectáculo, mientras observaba ese firmamento rumoreante formado por las lamparitas individuales de cada una de las mesas.
Recordaba que la primera noticia de que “La Pelu’a y su flamenco” se presentaría en el restaurante, la había
oído con el delantal puesto y las manos llenas de pompas de jabón, entre el
ruido del chorro de agua con que fregaba los platos que parecía que nunca se iban
a acabar. Pero en el poco alemán que ya dominaba, me di cuenta de
que a los compañeros que comentaban la noticia, no les interesaba mucho el sonido avasallante de los “palos”
o ritmos del flamenco, sino que cruzaban miradas cómplices que, por lo visto,
se centraban más en la persona de la bailao’ra. Digamos que debía ser algo así como una bomba de sensualidad en ebullición.
Luego de unos días de expectativa por parte del personal y,
por qué no decirlo, de mí mismo, llegaron los artistas. Eran varios, entre
músicos, baila’ores y canta’ores, que fueron alojados en un hotel cercano; no
así la Pelu’a y su esposo que, por razones de logística y comodidad, fueron hospedados en una habitación muy lujosa en la planta alta del restaurante
destinada para casos especiales como estos.
La primera impresión que tuve de la Pelu’a fue —por decir lo menos— de decepción, si nos atenemos a que en el aspecto físico de la “diva baila’ora” no había mucho que diera honor a ese título. Se trataba de una dama joven, un tanto delgada y de pequeña estatura, que cuadraba mejor como una sencilla ama de casa en un hogar pequeño burgués promedio y su cabellera era solo un moño sujeto con maya de redecilla, nada que delatara su tan cacareada fama. Por otra parte, su esposo era lo opuesto a ese aire bohemio que siempre se ha relacionado con la idiosincrasia gitana; al contrario, actuaba de manera fría y calculadora como correspondía a un empresario del show business, arreglista y músico principal del espectáculo.
El hecho de que yo estuviese alojado en uno de los cuartos de servicio del local hizo que sobre mí recayera la responsabilidad de fungir como botones de la pareja (yo era el “todero” del negocio, ese era el precio de ser un mochilero suelto en Europa y de que, al pasar por Hamburgo, me hubiese quedado sin divisas) me dio cierto descanso del cúmulo de quehaceres diarios que tenía y pude tener la dicha de expresarme en mi idioma materno, aunque debo admitir que hablaban una mezcla de caló romaní con español que, a veces, me costaba entender.
Era imposible pasar por alto la
devoción de ese señor por la música. Me pareció que eso era porque la organización de las giras le demandaba tanto de su
tiempo y sus recursos, que la música se había convertido para él en una especie
de reducto donde se refugiaba contra el estrés diario. Se levantaba temprano
––para estos noctámbulos del espectáculo, levantarse a las nueve y media de la
mañana es el equivalente a madrugar–– y pasaba horas haciendo ejercicios de
digitalización con la guitarra. Nunca había asistido a una academia, no
obstante, sus ejecuciones eran limpias, aunque complicadas. No podía hacer un
solo registro sin “envenenarlo” con arpegios y florituras que delataban un
virtuosismo insospechado.
Su guitarra era una Ramírez confeccionada artesanalmente y
a la medida, e insistía en que fue el propio José Ramírez III quien había
llevado a cabo el trabajo. Así que no era extraño que al instrumento dedicara
los más primorosos cuidados, puliéndola con dos pañuelos de algodón de forma
tal que pudiese verse la cara por cualquiera de sus lados. Creo también que,
como todo músico, estaba consciente de que, más que un objeto hecho con
arte, el instrumento es algo espiritual y sublime, una suerte de pequeña
ventana en donde nuestros sentidos se asoman a otra dimensión y logran
trascender el tiempo y el espacio haciéndonos partícipes, por momentos, de la
plenitud universal, sin duda, un objeto mágico. Debió ser
por eso que en las noches otoñales alemanas él colocaba un vaso de agua al lado
del estuche de la guitarra, lo que me llevó a pensar que se trataba de una
suerte de conjuro para dar de beber a las musas, alguna superstición gitana.
Cuando tuve más confianza para decirle eso, con mucho cuidado de mi parte
porque temía que se fuese a molestar por ello, me sorprendió verlo reír de
manera franca por primera vez (las pocas veces que lo hacía era algo
diplomático, a manera de cumplido) y fue cuando me explicó que se trataba de
una recomendación del luthier para que el agua absorbiera la humedad del
ambiente, de tal forma que no fuese captada por el corazón de la madera.
Llegó
la primera noche del espectáculo, y el restaurante estaba lleno a reventar pero, gracias a que yo hacía las veces
de intérprete entre los músicos y el personal, me limitaba a trabajos puntuales
de logística, lo que me permitió estar muy cerca del aforo donde habíamos instalado un
“tablao”.
Las luces del local fueron apagándose y solo permanecían encendidas las
discretas veladoras de las mesas. Nuestras pupilas estaban adaptándose a la
penumbra cuando se encendió la iluminación de piso detrás de los músicos,
haciendo que se vieran como sombras proyectadas sobre una pared, y fue así como
arrancaron las guitarras en esa turbulencia magnífica de sus
encordaduras entre un batir de palmas que hacía erizar la piel. Es lo que los
entendidos llaman “duende”. Un dúo de canta’ores en su característico falsete de notas modulantes y acopladas llenó el aire. Por aquellos
tiempos yo era un joven sumido en el furor del momento: la beatlemanía y, en consecuencia, reacio a cualquier música que no oliera a rock. No obstante, bajo el influjo de esos cantos, llegué a sentir el
llamado de la tierra, algo que me zambullía en mis orígenes, mis genes... ¡Qué
sé yo!
En
efecto de contraluz se pudo ver la silueta de un baila’or que vestía el
tradicional traje cordobés de chaquetilla y sombrero de ala recta; de
inmediato, sus botas comenzaron a taconear con destreza. Se
apagaron nuevamente las luces sin detenerse la música. Allí fue cuando el foco
iluminó a la Pelu’a.
Para mí fue un verdadero impacto.
Apareció con el tradicional traje de lunares rojos, pero tocada con un sombrero
andaluz. Cuando el aplauso amainó, ella inició un taconeo como si sus zapatos
fueran las manos de un tamborero sudanés y, en medio de esa barahúnda rítmica,
se quitó el sombrero dejando al descubierto su encrespada y negra cabellera,
mientras que, cimbreante y procaz, su taconeo semejaba los corcoveos de una
yegua en celo en presencia del marañón. Por un momento aparté la atención de la
diva y la fijé entre la penumbra del público. Una atmósfera electrizada se
agitaba sobre las cabezas de los espectadores; no había duda de que el Latin fire
había derretido la proverbial gelidez teutónica de los asistentes.
La Pelu’a comenzó a combinar el
tableteo de sus tacones con pases del sombrero y giros de su mano sobre la
muñeca, porque el flamenco es uno de los pocos bailes en el que el protagonismo
va desde los tacones hasta proyectarse a la punta de los dedos en figuras de sugerencias alucinantes que
recuerdan a esas cobrizas bailarinas hindúes o a esas danzarinas tailandesas de
ojos oblícuos y tocados de pagodas (no en vano se dice que los
gitanos provienen de la India). Todo eso contribuía con esa atmósfera enervante
que exigía tener un desenlace, y así fue.
El sombrero salió volando. No supe
adónde fue a parar y, sin haber menguado el fragor de las guitarras, a la percusión se incorporó la risa cantarina de unas castañuelas. Esa fue la señal para que la
Pelu’a se atara la cota de su blusa a la altura de sus pequeños y compactos
senos y, con una mano sobre su caballera y con la otra alzándose el vestido hasta casi
la cintura, dejó entrever sus torneados muslos y una ajorca de oro que
destellaba en uno de sus tobillos. Y así, al son de una “rumbata gitana", inició ese bamboleo de su grupa de bestezuela madura, cuyo ombligo se
transformó en un portentoso talismán engastado en su inquieto vientre de
odalisca que magnetizaba el aire. Un movimiento seductor en tirabuzón mantenía
total correspondencia con sus exquisitas curvas, contorneo de serpiente,
hechizo de luna en cuerpo de hembra humana. ¿Bastaban los cinco sentidos para
percibirla en su totalidad?
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La fascinación de la Pelu’a no decayó en todos esos días y, entre fandangos, rondeñas, seguidillas, zorongos, tarantas, bulerías y —sobre todo— mucha embriaguez de los sentidos, la semana transcurrió muy rápido. Pero mi cercanía física con la pareja me proporcionó un aspecto inquietante hasta peligroso del espectáculo, una atmósfera de tensión constante. ¿La causa? La atención desmedida que la esposa provocaba en la población varonil. Más de una vez quise salir del lugar por los reproches y hasta gritos que se endilgaban mutuamente.
Un día antes de la clausura del evento, la discusión llegó a una exasperación tal, que me vi precisado a saltar de la cama. Había gritos, insultos y un portazo dado con toda la fuerza de las bisagras. Pude ver a la Pelu’a que salió como un celaje de su habitación en su vaporosa dormilona semejante a un fantasma que levitaba. Por fortuna, no me vio o, si lo hizo, me ignoró. Oí que la puerta se volvió a abrir y, a continuación, desde la alcoba me llegó el sonido más aterrador que en semejantes condiciones se puede oír. Fue como si hubiesen golpeado un gong japonés y quebrado cien vajillas de forma simultánea... luego, un silencio de una elocuencia más demoledora aún que cualquier estruendo.
Hay
cosas imposibles de probar de forma física, y menos un escéptico como yo ––al
menos en ese tiempo lo era–– pero, en ese momento, sentí que el aire estaba
enrarecido por la fría presencia de la muerte. Fue por un instante, pero lo
suficiente para que un escalofrío subiera y bajara por mi espina dorsal. No
supe cuánto tiempo estuve así, ni de dónde saqué valor para salir de ese
estupor y acercarme con cautela. La puerta estaba abierta y pude ver al señor
con la mirada de autómata perdida en un punto indeterminado del vestidor, pero
¡Bendito Dios! ¡Estaba vivo! Y fue en ese momento en que la pude ver, solo
quedaron indemnes el diapasón y el clavijero, el resto de la guitarra estaba
hecho añicos, precariamente unido al diapasón por las cuerdas, lo que le daba
un aspecto grotesco.
Todavía no me había repuesto de la
sorpresa, cuando él, sin mover los ojos del desvencijado instrumento, habló muy
despacio y casi inaudible: “Pudo haber sido peor... pudo haber sido peor...”.
Entonces, dirigiéndose a mí, pero sin
verme a la cara, me dijo:
––¡Chavalo!
Es mejor que vayáis a dormir temprano porque mañana habrá mucho por hacer...
¡Hala!
Alí Reyes Hernández,
Caracas,
junio de 2007
Comentarios
Aunque el fervor del público por ella tuvo consecuencias para la guitarra.
Bien contado.
Cómo estás? Espero bien. Me alegra mucho visitar tu casita bloguera. Felicitarte por tan bonito post. Me encanta la música y tu relato es maravilloso. Me gustó mucho.
Por otro lado, gracias por tus palabras en mi blog. Pido a Dios nos proteja de un gobierno comunista, porque sería devastador para todos nuestros compatriotas.
Te dejo un fuerte y cálido abrazo desde Perú. 🇵🇪
Me ha gustado mucho la narración. Eso me recuerda un incidente que tuve hace muchos años, un barquito de Julio quedó muy mal parado, por suerte la cosa no llegó a mayores, y a mí, con los años, se me ha apaciguado el genio.
Un abrazo.
NURI Qué bueno que te gustó el relato, y en cuanto a música, tengo otros post de música que no has escuchado, revísalos cuando puedas... Y acerca de lo del Perú ... No dejaré de orar por ustedes. No perdamos el contacto pues todo lo que se decida es importante para Latinoamérica en pleno.
ESTHER ¡Perfecto! En lo que puedas (tanto en tiempo como en ánimo) lo lees, y luego me cuentas qué te pareció.
LOLA Me dejaste cavilando acerca de tu historia ¿Me la puedes contar algún día?
Saludos, Alí!
Borgo.
MIGUEL ZUERAS ¡Qué sorpresa mi hermano! Debes estar muy orgulloso de tu ascendencia gitana ¡Buenísimo!
Recordaba haberlo leído. Estupendo como el resto del libro.
Un abrazo fuerte hermano!
Saludos.
TOMÁS B Como puedes ver, el mundo flamenco me llama muchísimo la atención. al fin y al cabo, de lo que a uno le gusta, de eso escribe. Gracias por la visita.
Un abrazo y cuídate.
Obrigado pela visita ao meu blog.
Um abraço e continuação de uma boa semana.
Andarilhar
Dedais de Francisco e Idalisa
Livros-Autografados
La Pelu’a me hace recordar al flamenco el cual disfrute hace un para de años en la hermosa Barcelona en un "tablao"
Abrazo grande y oleeeee.
http://tigrero-literario.blogspot.com/2019/01/r.html
FRANCISCO M CARRAJOLA Que bom. Espero que você não tenha tido problemas para ler a história em português, basta trocar o idioma pressionando o tradutor. E obrigado pela sua visita. Também digo que li alguns de seus livros autografados.
RICARDO TRIBIN Así que estuviste en un tablao en Barcelona ¡Buenísimo! Por cierto, te voy a dejar acá un artículo de flamenco que sé que te sorprenderá
http://tigrero-literario.blogspot.com/2019/01/r.html
Muy apasionante cuando la musica tradicional se convierte en un llamado de la tierra me pasa cuando escucho el folclore argentino, el corazon late mas fuerte mas cuando lo bailo.
Me encanto la descripcion del espectaculo en vivo, genial lastima la discusión final de la pareja y esa guitarra destruida 😲 un fuerte abrazo.
Yo tambien estoy escuchando musica de los 60s el lunes publico en mi blog 😊.
Te espero!!
Un beso.
HENDRIX Ya estamos en eso, Te cuento de paso que me encanta el blues y tu blog me dará luces acerca del mismo ¡Gracias mi hermano!
TERESA Qué bueno que te gustó el cuento ¡No sabes cuánto me anima lo que expresas!
La narración genial
Un abrazo
Abrazo agradecido.
¡Magnífico relato! No sabía que un vaso con agua pudiese absorber la humedad ambiental, ¿o es cuento también? Al igual que el protagonista, prefiero el rock y las baladas; el tipo de música que interpretan tus protagonistas, imagino que hay que comprenderla para sentir aquello que describes.
Acerca de los gitanos, sí, tienes razón sobre sus raíces; según Wikipedia, son originarios de la India. Y ve tú que sí; precisamente la costumbre de ponerse adornos en los tobillos, viene de allá.
La vida nos da sorpresas, tenías guardada esa joya desde el 2007. Había leído “Portugal mar afuera y otros relatos”, me enviaste algunos, todos excelentes. Este me faltaba :)
Afectuosos saludos, apreciado amigo.
CARLOS PERROTTI Qué bueno mi hermano. Recuerda que esta es tu casa.
RUD En cuanto a este cuento, te diré algunas cosas cuando vaya a comentar en Villa Encantada. Por los momentos te diré que lo del vaso de agua es algo que los lutieres de la casa Tatay le dijeron a mi papá cuando compró una de esas famosas guitarras en Madrid. Mi papá es guitarrista y cantante pero de tríos de bolero. Un saludo desde Maringá.